Cuadernos de otros cursos

9.09.2009

Rutina Citadina

Yahaira Ruiz
Grupo 532
Frontera Norte
Agosto 20 de 2009

Caminando por las calles de la 5 y 10 de la ciudad fronteriza de Tijuana, Baja California, después de una jornada educativa en la UABC, observo cuánto ha cambiado la ciudad en estos años, tratando de ser modernizada por todos nuestros presidentes municipales y estatales en base a las carreteras y el transporte público. Aún recuerdo a los taxis “guallinas”, largos y en la parte trasera (la cajuela) para los pasajeros que observaban el recorrido al revés mareándose en el trayecto; ahora los nuevos taxis son “vans”, camionetas más cómodas, pero con el mismo problema en la parte de atrás aunque miren al frente: apretados y cuando alguien baja, debe caminar casi por encima de los otros, mostrando el trasero en sus caras. Puede sonar incómodo, pero forma parte de la rutina diaria de muchos estudiantes.

Si mi abuela Genoveva estuviera aquí, seguramente se quejaría del “nuevo mundo” y haría huelga para que volvieran los modelos anteriores. Ella no es de Tijuana, pero se siente parte de la ciudad, de ahí su derecho de alzar la voz. Nació en un rancho llamado Valle de Zaragoza, que hoy es una ciudad sub-urbana. Cerca del río Conchos y que, cuando llueve se puede observar la maravilla natural de arroyo corriendo a toda prisa con su espuma blanca liderando la corriente era como el paraíso para esa quinceañera de pueblo; sin embargo no sospechaba que un par de ojos oscuros y presencia menuda, más con su experiencia en el campo, forjaban a un hombre que, diez años mayor que ella la observaba como mujer y un buen día la raptó. Guerrero, así se llama ese secuestrador: hoy, mi abuelo, moreno por los rayos del sol y rostro sereno que regresa cansado a su hogar de siempre, luego de trabajar en el campo desde la mañana.

Guerre, como le dice mi abuela cariñosamente, tiene un sueño que espera cumplir antes de ser enterrado: conocer el mar. Jamás ha salido de la ciudad donde nació y a sus más de 60 años, anhela observar “el pedazo de cielo azul en la arena”. No visito la playa con regularidad, pero ese gozo de observarlo no se podría comparar con la de él, ya que lo veo como algo cotidiano: la brisa del mar, el sonido de las olas, las gaviotas, el sentir los granos de arena en mis pies… seguramente mi abuelo sonreiría de oreja a oreja en su cara áspera y el bigote gris se sacudiría alegre, mientras que en su interior se desatan emociones de sorpresa y felicidad verdadera al mirar el atardecer naranja en ese trozo de cielo.

El claxon de un trailer que pasaba como tren al lado del taxi ensordeció mis oídos y provocó molestias entre los pasajeros, incluso el taxista le gritaba con sus palabras “francesas” recordándole varias veces a su mamá. Pobre chofer. Debe sobrellevar esos comentarios todos los días por su brusquedad al manejar. Tal vez todos los traileros tienen esa fama: carácter fuerte, intolerante, violentos, entre otros. Así decía mi papá que era mi abuelo Juan, un hombre malhumorado y de poca paciencia, pero hacía oídos sordos a esos comentarios y seguía su rutina laboral. Eso era lo poco que conocía de él, pues abandonó a su mujer, Lucía, con tres hijos pequeños porque en su sangre corría la herencia de un bígamo. Para mi padre, lamentablemente ese vacío paternal se haría más grande cuando, a los dos años de edad, falleció mi abuela de una repentina enfermedad. Por eso desconozco datos de ellos; además, no tenemos imágenes para conocerlos: la falta de comunicación con su familia provocó este desenlace.

El taxi paró en un semáforo que indicaba alto con su luz roja. Volteé a la izquierda y me encuentro a un grupo de personas que habían ido en busca trabajo en una maquila de Pinos, pero deduje que fueron rechazados por su cara frustrada, sus papeles en la mano y su boca con una mueca de indignación, como si eso les pasara frecuentemente. No he tenido la oportunidad de trabajar para costear mis gastos que, han aumentado con la afamada “crisis económica”; sin embargo, recuerdo relatos acerca de años pasados en las que se podía laborar en la ciudad sin tantos requisitos y la oferta de trabajo era una cosa cotidiana. Ese fue uno de los motivos por los cuales mi abuela decidió venir a Tijuana con sus hijos más grandes: buscaba una mejor vida y brindar una buena educación. Mi madre, como toda joven que llegaba a la adolescencia, estuvo en total desacuerdo con la decisión y utilizó todos sus recursos para impedir su venida a la ciudad; pero, el sueño de su madre pudo más y entre lágrimas y rabia, tomó el autobús que abandonaba Delicias, Chihuahua para dirigirse a una nueva etapa de su vida en un mundo desconocido y horrible en cuanto pisó suelo fronterizo.

De nuevo, el taxi dejó de andar y ahora por el tráfico típico en el Calimax Pinos que se suscita a la misma hora, todos los días. Saqué mis audífonos y empiezo a escuchar música de Michael Jackson, la canción “Ghosts” para que el tiempo pase rápido y no me desespere en ese estado de congestionamiento vehicular. A pesar de que el volumen es elevado, escuché la conversación de una pareja situada en la parte trasera acerca de su estancia en la ciudad por vacaciones, y que sólo estarían por una semana. ¡A cuántos he escuchado decir eso y se han quedado! Ya sea por necesidad, gusto o se enamoraron de Tijuana, decidieron permanecer aquí, poco a poco siendo consumidos por la rutina.

Mi padre, Antonio, había decidido venir a descansar unas semanas y visitar a unos familiares, entre ellos Herlinda, su segunda madre, cuando era un joven adulto con una larga línea laboral. Su impresión de Tijuana fue desagradable: sucia, polvorienta, peligrosa; pero con mejores oportunidades de trabajo. Con su peinado afro y tatuaje de una rosa en su brazo derecho, probó suerte en una maquiladora y con suerte o no, fue aceptado mientras conseguía dinero para regresar a Durango.

Le indiqué al taxista que me bajara en el alto, antes de dar vuelta a su izquierda y se fuera a otras calles. Me bajé tranquilamente del vehículo, no sin antes de pagar la cuota de 10 pesos por utilizar ese medio de transporte. Caminé por un sendero de piedras y deslumbré mi casa de “infiernavit”, como le llaman algunos. Esa casa fue adquirida por mis padres hace 14 años, tiempo en el cual he vivido en ese lugar. Antes estábamos en la colonia Libertad; pero en el momento de recibir la oportunidad de una casa propia, no la desaprovecharon y tuvimos que despedirnos de una pareja de ancianos que todos los días nos consentían a mi hermana y a mí con dulces en una canasta.

Lo más probable era que al llegar, mi mamá ya tendría la comida lista y como soy una joven que le agradan los alimentos, me apuré en llegar. Abrí la puerta de madera azul del patio y lo primero que me recibe es el letrero que anuncia el nombre de la familia que habita la casa con los patos Donald y Daisy tomando malteadas: Ruiz Núñez. El olor a tortillas calentándose acelera mis ansias de comer, así que entro por el umbral con ganas de dejar mis cosas en la sala y sentarme en el comedor. Efectivamente, mamá terminaba de preparar la mesa. Con el dolor y mi estómago aclamando algo, decidí esperar y fui al cuarto a recostarme un rato.

Me dejaron tarea para los siguientes días, pero en estos momentos mi prioridad era comer, así que no quise empezar a hacerla. No obstante, quería ver la televisión y sin más la prendí, buscando algún programa interesante. Únicamente transmitían anuncios de bodegas en renta e imágenes del Boulevard Agua Caliente. Antes en ese lugar existía una fábrica llamada P.P.H., dedicada a la producción de piezas de teléfonos. Era ahí donde papá empezó a trabajar para ahorrar dinero y mi abuela fue su jefa. Ante los demás empleados era una relación de amistad profunda y siempre se escuchaban sus risas resonando el área de producción; pero las intenciones de la abuela eran otras.

Llegó un día donde mamá lo conoció y lo primero que pensó fue en ese peinado afro que le quedaba mal y su complexión de hombre mayor, a pesar de que él le ganaba por 4 años. Antonio, descubriendo esa mala impresión y con deseos de conquistar a esa joven de “ojos grandes y de borreguito”, cambió su imagen al día siguiente, provocando cierto halago en Verónica por tomar en cuenta ese comentario. Para su mala suerte, dos hombres más se encontraban interesados en ella, y gracias a una apuesta entre ellos, donde el premio mayor era mamá, empezaron su noviazgo; la abuela estaba feliz, pues sus planes habían funcionado.

Poco tiempo después recibieron la noticia de que serían padres. Hoy, ese bebé mira la televisión mientras está la comida. Hija de dos personas con orígenes diferentes que, al llegar a la ciudad, la consideraron desagradable y pensaban permanecer por poco tiempo. Pero fueron atraídos por la rutina citadina que ahora nos persigue a todos los tijuanenses, y cuando les preguntan por qué decidieron quedarse, responden en pocas palabras con mucho significado: “Mi vida se hizo aquí”.

4 comentarios: